viernes, 30 de octubre de 2015

Inmortales - Capítulo II

Dédalo volvía a su casa cargado con un fardo de heno. Ese día tendría que amontonar todos los productos que llevaría al palacio del conde: heno para los caballos, frutas, hortalizas, madera y algo de grano. A lo largo de su vida, su familia se autoabastecía con las cosechas, a pesar de cumplir la obligación de aportar suministros al palacio. El único dinero que recibían era vendiendo sus excedentes a los vecinos en las fiestas del pueblo. Ahora que la salud de su padre estaba frágil, todo el trabajo que requerían los campos recaía sobre él y le superaba. Se sentía exhausto, tenía los brazos y las piernas entumecidos, así como arañazos y heridas. El trabajo de cinco meses sin descanso hacían mella en él, incluso siendo un joven fuerte.
En su familia no había nadie que pudiera ayudarle. Su madre falleció al darle a luz. Su hermana más pequeña, de cuatro años, y otros dos hermanos mellizos, los cuales tenían nueve años, eran de otra madre. Éstos le ayudaban en algunos trabajos pero eran incapaces de realizar las pesadas tareas de transporte. El más mayor de los hermanos, de la misma madre que Dédalo, se fue al ejército y aunque no llegaron noticias de que hubiese sido abatido, nunca se supo más de él.
El chico había estado inmerso en sus quehaceres, hoy más concentrado que otros días, desde que su padre le dijo esa misma mañana que se iba a casar con una de las hijas del maestro artesano. La viuda había ido a su casa para ultimar los detalles del acuerdo. Todos los vecinos ya sabían las intenciones de la mujer y Dédalo confirmó los rumores cuando la vio hablar con su padre, parecía ansiosa, casi desesperada por que todo siguiera adelante. Ésta no tenía mucho que ofrecer pero una de las cosas, por no decir lo único que ofrecerían sus hijas a la otra familia, era la perpetuación del apellido y la herencia de los bienes familiares.
Dédalo entró en la pequeña casa de madera. Ésta constaba de dos pisos de un sólo espacio cada uno, el lecho de su padre estaba en el piso de abajo. Se acercó a él y echó un vistazo al montón de mantas que envolvía a su padre dejando sólo al descubierto su cara. El hombre, otrora robusto, se había consumido en los pocos meses que llevaba enfermo. Había abierto los ojos, alertado por el sonido de la jarra de latón vertiendo en un vaso del mismo material un líquido humeante. Su hijo le acercaba el vaso a los labios pero él no quería beber, de modo que giró la cabeza apartando la infusión. Dédalo seguía cuidando de él día tras día. La relación con su padre no era del todo buena. Éste le culpaba siempre por la muerte de su madre, a pesar de haber sido un recién nacido en ese momento. Aquello horadaba el alma del muchacho, haciéndolo sentir inmensamente desgraciado y cambiando su carácter con el paso de los años. Sin embargo, allí estaba, después de todo. Al fin y al cabo era su padre y lo quería. También quería a Talia, la mujer que se casó con su padre cuando él tenía ocho años y la madre de tres de sus hermanos. Era una mujer agradable y delicada, en contraposición con en fuerte carácter de su padre. Ella cuidó de Dédalo igual que a sus hijos naturales. Talia no pasaba mucho tiempo en casa pues servía como doncella en el palacio del conde y la mayoría de las veces no llegaba a casa ni para dormir.
-Viviréis aquí -dijo el hombre con una voz más ronca de la que poseía habitualmente.
Dédalo miró el vaso entre sus manos, sabiendo que era de Elis de quien hablaba. Su padre continuó.
-Si yo falto, tendrás que ocuparte de tus hermanos y de Talia.
El muchacho alzó la vista miró a su padre. Abrió la boca con la intención de decirle que se iba a recuperar, pero no medió palabra, pues sabía que no iba a ser así. En su lugar, se levantó y dejó del vaso, con la infusión ya fría en la tosca mesa de madera.
                                                                              ***
El palacio del conde era una construcción majestuosa, como un monumento al exceso y la opulencia, en contraste con las amontonadas casas bajas y rudimentarias de los habitantes de la capital. Se encontraba a una semana de viaje en carreta. Tenía altos muros blancos cuyas puertas principales daban paso a un gran jardín, cuidado y colorido. En mitad de este había un lago con una fuente. Un camino de guijarros recorría todo el jardín con bancos tallados en piedra situados a ambos lados.
El carromato conducido por Dédalo iba por el ancho camino de tierra en dirección al palacio. Se veía como la construcción sobresalía por encima de la línea del horizonte y de las pequeñas casas grises que la rodeaban. En una bifurcación el chico viró hacia la derecha tomando el camino que rodeaba los muros y que llegaba hasta la entrada posterior, situada al lado de una arista formada por la unión del muro este del castillo con el muro sur que rodeaba la ciudad. A través de ella entraba el personal de servicio y los transportistas. Aquella puerta daba a las cocinas y despensas.
Doris, una mujer rolliza de unos cincuenta años, le esperaba en la puerta. Ella era una de las cocineras. En esos momentos se frotaba las manos con el delantal para quitarse los restos de harina.
-¡Dédalo! -gritó antes de que el muchacho llegara.
El carro se paró delante de la puerta y el chico bajó.
-Deja que te ayuden con eso -dijo Doris mientras se metía en la cocina y sacaba a dos lacayos que se encontraban ociosos. Éstos fueron de gran ayuda para descargar toda la mercancía que traía.
-Cada día estás más mayor y más alto.
La cocinera le posó la mano sobre la mejilla dejándole un poco de harina en la cara.
-Tengo algo para ti, ven.
Ambos entraron en la cocina. Era una estancia muy amplia, como todas las estancias del palacio. A Dédalo le pareció que en ese lugar había suficiente comida para alimentar a toda la aldea. Del techo y las paredes colgaban ajos y otras hortalizas desecadas, las tinajas guardaban leche fresca, agua y vino y en los grandes cestos se amontonaban las frutas y verduras. En la gran mesa de madera situada en el centro de la habitación había una bola de masa a medio amasar, Doris estaba haciendo dulces. La mujer seguía andando hasta el final de la cocina donde se encontraba la lumbre. En aquel horno de piedra se estaban dorando unos deliciosos bollos. A Dédalo le crujió el estómago solo de olerlos. Doris cogió unos cuantos y los envolvió en un paño de lino.
-Cuidado que queman.
Pero el muchacho no hizo caso a la advertencia y comenzó a comerse uno. Al principio se quemó pero no le importo y en pocos segundos acabó con el bollo.
-¿Quieres ver a Talia? Podemos pedirla que baje.
-No quiero molestarla, que aquí tenéis mucho trabajo que hacer.
Doris lo miró con cariño, tal vez porque así serían sus hijos de haberlos podido tener.
-¿Qué tal se encuentra tu padre?
Dédalo tragó con dificultad. El tema relacionado con su padre siempre era complicado.
-Como siempre -respondió lacónico.
Tras unos minutos el chico se dispuso a cargar el carro con comida no perecedera para los días de viaje.
-Gracias por los bollos, se los daré a mis hermanos.
Doris le sonrió y le estrechó entre sus grandes brazos.
-Ve con cuidado -le dijo mientras amasaba.
El chico se subió al carromato y partió en dirección a casa, sin inmutarse de que unos ojos lo seguían con la mirada.
                                                                              ***
Esa misma tarde Dédalo fue al lago con sus hermanos, Talia había llegado a su casa unas horas antes que la mayoría de los días, para ayudar a disponerlo todo, a la víspera de la fiesta.
Allí vio a Elis. Por alguna razón sintió, al verla, un pinchazo en el estómago. Se preguntó si ella estaría al tanto de los planes de su madre.
"Sí, seguro que sí" -pensó.
Sin embargo, no se la veía afectada por la noticia. Tal vez no estuviera en desacuerdo, pues en ese momento parecía feliz. Dédalo la echó un vistazo, la veía jugar en el agua, con su pelo color fuego alborotado. Al momento se percató de que la chica era realmente guapa. Los ojos verdes era una cualidad extraña en esa región y eso le atraía. Su piel era pálida salpicada con pecas alrededor de la nariz.

Cuando sus pensamientos volvieron al acontecimiento que tendría lugar al verano siguiente, sintió una mezcla de miedo y confusión, pero que fuera Elis la que se iba a casar con él hizo que de alguna manera lo sobrellevara mejor. Aquello le hizo pensar que tal vez, con el tiempo, podría forjarse un cariño mutuo.
Siguiente capítulo

No hay comentarios:

Publicar un comentario